Se parte del análisis de un fenómeno que durante varios siglos ha embestido a la humanidad propagándose a escala mundial en cerca de 280 millones de personas (Horwitz et al., 2016; Cavieres & López, 2021; Organización Mundial de la Salud [OMS], 2023). En la actualidad, este asedia al 4% de los hombres adultos y el 6% de las mujeres adultas, convirtiéndose así en la principal causa de discapacidad y en el mayor desencadenante de la ejecución suicida (Horwitz et al., 2016; Baldesarinne & Tondo, 2020; Oliffe et al., 2019; Hennings et al., 2021; Gallardo, 2021; OPS, 2022).
Como dato curioso, la mortalidad por actos suicidas es liderada por la población masculina con un 12,6% frente a un 5,4% (Winkler et al., 2006; Oquendo et al., 2002, como se citó en Call & Shafer, 2018; Cárdenas, 2021; Kielan et al., 2021; OMS, 2021; OPS, 2022). Estudios dan cuenta de que las tendencias suicidas se constituyen en una variable predominante, en la manifestación depresiva teniendo mayor presencia la ideación suicida en la mujer y la consumación del suicidio en los hombres.
No obstante, en el estudio del fenómeno para las clasificaciones nosológicas, el sexo/género es un factor observable por la prevalencia del cuadro depresivo en las mujeres, pero no relevante por la ausencia de diferenciación sintomática, la variabilidad en el curso del cuadro depresivo y el tipo de respuestas frente al tratamiento (5ta edición; DSM-V, 2020). Esto ha hecho que Londoño y González (2015), Seijas (2014), Krumm et al. (2017) y Oliffe et al. (2019), se interesen por ir más allá de las clasificaciones nosológicas encontrando así un cuadro sintomático depresivo específico para la población masculina.
El consumo de sustancias, las prácticas sexuales exacerbadas y la presencia de síntomas atípicos se consideran conductas de riesgo que responden a estrategias de mitigación emocional masculina (OMS, 2022).
Al parecer lo anterior responde a los constructos propios de la masculinidad hegemónica caracterizada por una mentalidad patriarcal, dominante, machista y violenta, acostumbrada a restringir sus emociones y evitar feminidades.
En fin, en cualquier caso, la cosmovisión de este fenómeno sin énfasis de género/sexo desde el campo científico clínico reconoce y atiende la depresión como una enfermedad, un trastorno o un síndrome con alto contenido patológico al que se la ataña la presencia de factores endógenos y exógenos.
Con la llegada de la psicología transpersonal surgen nuevos análisis que procuran despatologizar las manifestaciones caóticas y las crisis emergentes presentes en el MERO MACHO.
En este sentido, se parte de la raíz etimológica de la depresión, el cual proviene del latín “deprimiere” que significa caer, bajar o hundimiento, y se emplea a la condición humana. Así pues, al adentrarse a la estructura particular del funcionamiento psíquico se toma la imagen ilusoria del yo, la sombra y los arquetipos como entes directivos de cada detalle que participa en el caos, la perturbación y el estallido mental que produce esta experiencia de hundimiento, de caída y de imposibilidad para continuar con la vida.
En tanto, la depresión se sitúa en esta imagen construida e ilusoria y crea su propia realidad psicosomática, compuesta por un conjunto de síntomas que distan de cualquier concepto de enfermedad, trastorno o síndrome. Esto hace que se aborde la naturaleza relacional y tridimensional inherente a la experiencia humana (cuerpo, psique, espíritu) con el fin de atender la información contenida en los archivos mentales de los entes directivos y la realidad velada de cada ser humano logrando la desidentificación de los mismos. Para así ir más allá de la persona, entrando a los terrenos de expansión de los niveles de conciencia.
Lo dicho hasta aquí supone que ha emergido una nueva versión de la depresión que, sin el desmedro de las diferentes miradas epistémicas, lo que hasta hoy sigue siendo catalogado como patológico, desde el enfoque de la psicología transpersonal tradicionalmente se considera una eclosión emergente de la estructura psíquica que, de ser atendida y escuchada, se contribuye al desarrollo en la escala evolutiva del individuo llevándolo a conectar con los valores últimos del reino del ser (p. ej. amor, compasión, creatividad, libertad, bienestar) (Groff, 2001; Groff et al., 1993).
